Lo primero que se me ocurre tras ver Sirât, es que Óliver Laxe es heredero de Andrei Tarkovsky. Su cine es atmosférico, denso y poético, como ocurre con la filmografía del autor de Stalker. Su propuesta es sugerente a la vez que intensa.
Sirât es muchas cosas, pero sobre todo, se trata de un filme poético y político. Poético ya desde su comienzo con una bella cita que avisa a los espectadores de que la obra que se va a visionar no va a ser un viaje cómodo, como tampoco lo será para los protagonistas: "Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello, más afilado que una espada".
Como en El espejo, de Tarkovsky o como en Dead Man, de Jim Jarmusch, la historia que se narra es eminentemente poética. ¿Es una historia real, una pesadilla o una alucinación? Porque el viaje de los protagonistas no solo es un viaje exterior, también es un viaje interior. Las cosas que suceden también pueden entenderse como una metáfora de lo que les ocurre o les puede ocurrir a los personajes interiormente.
Sirât también es un filme político, porque muestra a unos outsiders, unos inadaptados que buscan su lugar en el mundo, un mundo que los expulsa por ser diferentes (como se ve reflejado en la escena en la que los militares los echan en medio de una rave en el desierto). Ellos quieren vivir ajenos a la guerra, al conflicto constante, al mundo que se rige por la violencia. Ellos quieren vivir de otra manera. Las raves y la música techno conforman una comunión de ruido que los lleva hacia el vacío del desierto, ajenos al ruido del mundo, huyendo del vacío de una sociedad que se devora a sí misma.
También se puede ver Sirât como una suerte de western poético donde los salvajes paisajes del desierto acaban modificando a los personajes. Los raveros son cowboys que viajan en caravana por el desierto marroquí, buscando su paraíso. Mas no hay paraíso, porque su búsqueda, tiene, como decía la hermosa cita que abre la película, grandes riesgos. ¿Es, entonces, el propio viaje, el sentido de la vida?
Como en un buen western, se funden la violencia, la búsqueda de un fin, el viaje al filo del abismo, los vínculos de la amistad. Por cierto, varios de estos ingredientes estaban ya en Mimosas, otro western magrebí dirigido por Laxe en 2016.
De manera similar a la poesía de Ginsberg o de Plath, Sirât es eminentemente sensorial: el sonido y las imágenes forman un todo que se respiran, o más bien, hacen respirar a los personajes. Yo diría que más que respiración, es el sistema nervioso de los personajes, casi un síntoma de lo que va a ir ocurriendo en ese viaje extraño y profundo. Como ocurre cuando leo a Ginsberg o a Plath, mi corazón bombea al ritmo de las líneas/escenas. A todo ello contribuye enormemente el músico y arquitecto sonoro Kangding Ray.
Sirât es dos (o tres) películas en una. La que cuenta un viaje de un padre y su hijo pequeño buscando a su hija/hermana mayor, perdida hace tiempo en los trances del desierto; la que habla de un grupo de marginados o freaks que se adentran en el filo del abismo y sus riesgos; pero también es un viaje interior que muestra el duelo, el miedo, la incertidumbre, el absurdo y el vacío de la vida (y la muerte). En este sentido, me ha recordado algo a Gerry, de Gus Van Sant. Personajes perdidos en el desierto que se ven inmersos en una experiencia extrema, buscando algo que tal vez no saben nombrar, pero que (tal vez) está dentro de ellos.
Otro de los intereses de la película es la muestra de las raves clandestinas en medio del desierto, vistas como "desviaciones" o heterotopías, ya que constituyen lugares al margen de lo establecido por la sociedad, pues están fuera de todo lugar (y del tiempo).
¿Es Sirât un mal viaje? ¿Es un ejercicio de catarsis? ¿Un descenso a los infiernos? Sobre todo, es una experiencia sensorial, sinestésica, puro trance.
(Sirât, dirigida por Óliver Laxe. España, Francia, 2025).
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