Según el Antiguo Testamento, Dios creó a
distintos monstruo marinos, entre ellos, al leviatán, y como a Adán,
le añadió una compañera para que no se aburriera, pero
posteriormente mató a la hembra para que no procrearan, ya que “el
mundo no podría interponérseles”, pues el leviatán era un ser
soberbio y poderoso.
Leviatán o la corrupción, así
podría titularse esta película sobre la situación actual en Rusia
(o en España). La corrupción política, la que permite llegar hasta
las más altas esferas y avasalla por doquier, aplastando a los más
débiles -los ciudadanos. La corrupción extendida por el Estado como un pulpo gigante. Pero también la corrupción moral, la que
avasalla la conciencia y se degrada hasta tal punto de ser
insoportable. De eso habla esta película intensa, de bella
fotografía y momentos de gran cine (y de una extraña y punzante ironía).
La película comienza con una
violencia: la de un hombre que no puede evitar cómo el alcalde del
provincias le va a expropiar de sus terrenos, saltándose las leyes
éticas y jurídicas, queriéndole indemnizar con una miseria.
Incluso, se regodea de ello, borracho de vodka, rodeado de sus
matones. Hay una primera violencia que es objetiva, la que encarna el
poder, abusando de su estatus para someter al pequeño, al obrero,
que se da cuenta de que no es nada y nada puede hacer. Se trata de
una violencia de clases, de manipulación sobre la clase media y
obrera.
Sin embargo, después hay una segunda
violencia tal vez más sutil: la moral, la de la conciencia. Y hay
quien la puede dirimir, pero hay quien no. Esa violencia es un
combate lleno de sobresaltos. Hay quien logra superarla gracias a la
complicidad y llega a exculparla -otra forma de manipulación. Pero
hay quien no logra exculparla, porque no cree en la corrupción ni en
el perdón.
Hay muchas escenas del filme que
redundan en la idea (poética y política) del leviatán, removiendo al espectador para reflexionar ante lo que ve en la
pantalla, que es lo que muchas veces no quiere ver en su día a día.
Un ejemplo: hay una escena en la que el alcalde corrupto y soberbio
habla con su confesor religioso. Es un plano estático y frontal,
donde el sacerdote ortodoxo le habla mirándole directamente desde un
lado de la mesa y el político le contesta desde el otro lado, volteado en
su silla hacia los espectadores, un tanto abatido; casi parece una
viñeta de cómic. El sacerdote le dice que no lo reconoce porque
lo ve preocupado y por ello le pregunta por su mujer, así como por su hijo, aunque el alcalde le dice que todo va bien. También le pregunta si
va a misa los domingos y el alcalde responde que siempre que
puede. La escena está llena de patetismo y humor. Sin embargo, hay una
pregunta que no hace el sacerdote y que los espectadores están
esperando: “¿lo que te preocupa es algo relacionado con tu
conciencia?”. ¿No debería preguntarle algo así un confesor?
Mejor no entrar en terrenos enfarragosos. Hay una complicidad en la pregunta que no le hace. El alcalde corrupto se queda en silencio. Es el silencio del poder, que
absuelve los pecados.
Hacia el final de la película vemos
cómo el alcalde corrupto le da un consejo a su hijo pequeño en medio
de una misa (en la iglesia que él mismo ha levantado encima de los
terrenos del hombre al que ha expropiado). Es un plano que refleja la descendencia que en el Antiguo Testamento no quería Dios. Sin embargo, en este mundo, el nuestro,
Dios todavía no ha intervenido, y los leviatanes campan a sus anchas.
(Leviathan, dirigida
por Andrei Zvyagintsev, Rusia, 2014).
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