martes, 10 de marzo de 2015

Leviatán o la corrupción


Según el Antiguo Testamento, Dios creó a distintos monstruo marinos, entre ellos, al leviatán, y como a Adán, le añadió una compañera para que no se aburriera, pero posteriormente mató a la hembra para que no procrearan, ya que “el mundo no podría interponérseles”, pues el leviatán era un ser soberbio y poderoso.

Leviatán o la corrupción, así podría titularse esta película sobre la situación actual en Rusia (o en España). La corrupción política, la que permite llegar hasta las más altas esferas y avasalla por doquier, aplastando a los más débiles -los ciudadanos. La corrupción extendida por el Estado como un pulpo gigante. Pero también la corrupción moral, la que avasalla la conciencia y se degrada hasta tal punto de ser insoportable. De eso habla esta película intensa, de bella fotografía y momentos de gran cine (y de una extraña y punzante ironía).

La película comienza con una violencia: la de un hombre que no puede evitar cómo el alcalde del provincias le va a expropiar de sus terrenos, saltándose las leyes éticas y jurídicas, queriéndole indemnizar con una miseria. Incluso, se regodea de ello, borracho de vodka, rodeado de sus matones. Hay una primera violencia que es objetiva, la que encarna el poder, abusando de su estatus para someter al pequeño, al obrero, que se da cuenta de que no es nada y nada puede hacer. Se trata de una violencia de clases, de manipulación sobre la clase media y obrera.

Sin embargo, después hay una segunda violencia tal vez más sutil: la moral, la de la conciencia. Y hay quien la puede dirimir, pero hay quien no. Esa violencia es un combate lleno de sobresaltos. Hay quien logra superarla gracias a la complicidad y llega a exculparla -otra forma de manipulación. Pero hay quien no logra exculparla, porque no cree en la corrupción ni en el perdón.

Hay muchas escenas del filme que redundan en la idea (poética y política) del leviatán, removiendo al espectador para reflexionar ante lo que ve en la pantalla, que es lo que muchas veces no quiere ver en su día a día. Un ejemplo: hay una escena en la que el alcalde corrupto y soberbio habla con su confesor religioso. Es un plano estático y frontal, donde el sacerdote ortodoxo le habla mirándole directamente desde un lado de la mesa y el político le contesta desde el otro lado, volteado en su silla hacia los espectadores, un tanto abatido; casi parece una viñeta de cómic. El sacerdote le dice que no lo reconoce porque lo ve preocupado y por ello le pregunta por su mujer, así como por su hijo, aunque el alcalde le dice que todo va bien. También le pregunta si va a misa los domingos y el alcalde responde que siempre que puede. La escena está llena de patetismo y humor. Sin embargo, hay una pregunta que no hace el sacerdote y que los espectadores están esperando: “¿lo que te preocupa es algo relacionado con tu conciencia?”. ¿No debería preguntarle algo así un confesor? Mejor no entrar en terrenos enfarragosos. Hay una complicidad en la pregunta que no le hace. El alcalde corrupto se queda en silencio. Es el silencio del poder, que absuelve los pecados.

Hacia el final de la película vemos cómo el alcalde corrupto le da un consejo a su hijo pequeño en medio de una misa (en la iglesia que él mismo ha levantado encima de los terrenos del hombre al que ha expropiado). Es un plano que refleja la descendencia que en el Antiguo Testamento no quería Dios. Sin embargo, en este mundo, el nuestro, Dios todavía no ha intervenido, y los leviatanes campan a sus anchas.



(Leviathan, dirigida por Andrei Zvyagintsev, Rusia, 2014).

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