Si hubiera razón y fundamento para que las personas se tuvieran confianza, jamás habría surgido el Estado. La raíz sagrada y necesaria de la existencia del Estado es nuestra bien fundamentada desconfianza mutua.
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Somos conscientes de que el Estado lo es todo, el individuo, nada, y nos agrada que así sea.
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Hemos ido aplicando una vigilancia cada vez más estricta, pero eso no nos ha garantizado mayor seguridad, tal y como esperábamos, sino una angustia mayor.
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Aquella noche apenas dormí.
La mañana siguiente, el periódico llevaba un artículo titulado “LOS PENSAMIENTOS PUEDEN CONDENARSE”.
(Karin Boye, Kallocaína. Gallo Nero, 2015).
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