Mi relativo aislamiento me ha privado de participar en
montajes generacionales y en mecanismos de promoción, pero la privación se ha
vuelto a mi favor: yo me siento más individualizado en el territorio de la
poesía y, en relación con mis coetáneos (aquellos de quienes se piensa que son
una generación), sé que no tengo los mismos "padres", que no he
recibido idénticos préstamos, que padezco otros estereotipos. Sin mérito mío,
soy exterior a un equívoco (la supuesta generación) que extiende una cortina
igualitaria -confusamente igualitaria- sobre poetas de muy distinta especie y
graduación. He tenido suerte: yo puedo llevar solo mi pobreza. Además, vivir en
una provincia, ser poco llamado a las plataformas de la notoriedad, aunque
pueda molestar al vanidoso que llevo dentro, me proporciona algún silencio; el
mínimo necesario, en mi caso, para hacer poesía con cierta responsabilidad. Al
fin y al cabo, la pasión real y mayor de la poesía no es otra cosa que un
hombre solo, una hoja en blanco y silencio.
(Antonio Gamoneda, El
cuerpo de los símbolos, Huerga y Fierro, 1997).
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