Elvira y yo repasamos esos «micromachismos» que para nosotras se llaman «pequeñas anécdotas, privadas y vergonzosas, con grandes repercusiones psíquicas y sociales, que hacía tiempo no recordábamos»: el profesor de latín te llama «conejita» mientras te pregunta la segunda declinación; el catedrático de teoría de la literatura, después de calificar tu examen con matrícula de honor, te sugiere casamiento con un colega de curso porque «detrás de un gran hombre siempre hay una gran mujer».
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Los atributos que definen la calidad del hombre sirven para defenestrar a la mujer -mandona, dominante, fría, manipuladora, castradora, interesada-. Además, a esos atributos se añaden los sexualizados defectos que se utilizan expresamente para minusvalorar a las mujeres y no a los hombres.
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La disolución del pensamiento crítico en ciertas inhibiciones epidérmicas no van a la raíz de los asuntos. Hemos olvidado quizá el nudo entre la causa y el efecto, y solo aspiramos a paliar el «efecto».
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Las imposiciones sociales de las que no somos conscientes son las que a menudo nos destruyen. Nos matan.
(Marta Sanz, Monstruas y centauras. Nuevos lenguajes del feminismo, Anagrama, 2018).
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