El infierno
Cuando somos niños, el infierno es nada más que el nombre
del diablo puesto en la boca de nuestros padres. Después, esa noción se
complica, y entonces nos revolcamos en el lecho, en las interminables noches de
la adolescencia, tratando de apagar las llamas que nos queman —¡las llamas de
la imaginación! Más tarde, cuando ya no nos miramos en los espejos porque
nuestras caras empiezan a parecerse a la del diablo, la noción del infierno se
resuelve en un temor intelectual, de manera que para escapar a tanta angustia
nos ponemos a describirlo. Ya en la vejez, el infierno se encuentra tan a mano
que lo aceptamos como un mal necesario y hasta dejamos ver nuestra ansiedad por
sufrirlo. Más tarde aún (y ahora sí estamos en sus llamas), mientras nos
quemamos, empezamos a entrever que acaso podríamos aclimatarnos. Pasados mil
años, un diablo nos pregunta con cara de circunstancia si sufrimos todavía. Le
contestamos que la parte de rutina es mucho mayor que la parte de sufrimiento.
Por fin llega el día en que podríamos abandonar el infierno, pero enérgicamente
rechazamos tal ofrecimiento, pues ¿quién renuncia a una querida costumbre?
(Virgilio Piñera, Cuentos
fríos. El que vino a salvarme, Cátedra, 2008. Edición de Vicente Cervera y
Mercedes Serna).
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