¿Por qué los hombres bebían vino y las mujeres agua? ¿Por qué un sexo era tan adinerado y tan pobre el otro? ¿Qué influencia ejerce la pobreza sobre la literatura? ¿Qué condiciones requiere la creación de obras de arte? -mil preguntas me acosaban a un tiempo-. Pero yo precisaba contestaciones, no preguntas; y una contestación era imposible sin consultar a los eruditos y a los imparciales, que se han elevado sobre la disputa de lenguas y la confusión de estar en un cuerpo y han publicado el fruto de su razonamiento y de sus buscas en libros que se pueden conseguir en el Museo Británico. Si la verdad no está en los anaqueles del Museo Británico, ¿dónde, me pregunté, tomando una libreta y un lápiz, estará la verdad? Así pertrechada, así interrogativa y esperanzada salí en busca de la verdad.
(Virginia Woolf, Un cuarto propio, 1929. Traducción de Jorge Luis Borges).
Lo primero que se me ocurre tras ver Sirât, es que Óliver Laxe es heredero de Andrei Tarkovsky. Su cine es atmosférico, denso y poético, como ocurre con la filmografía del autor de Stalker. Su propuesta es sugerente a la vez que intensa.
Sirât es muchas cosas, pero sobre todo, se trata de un filme poético y político. Poético ya desde su comienzo con una bella cita que avisa a los espectadores de que la obra que se va a visionar no va a ser un viaje cómodo, como tampoco lo será para los protagonistas: "Existe un puente llamado Sirât que une infierno y paraíso. Se advierte al que lo cruza que su paso es más estrecho que una hebra de cabello, más afilado que una espada".
Como en El espejo, de Tarkovsky o como en Dead Man, de Jim Jarmusch, la historia que se narra es eminentemente poética. ¿Es una historia real, una pesadilla o una alucinación? Porque el viaje de los protagonistas no solo es un viaje exterior, también es un viaje interior. Las cosas que suceden también pueden entenderse como una metáfora de lo que les ocurre o les puede ocurrir a los personajes interiormente.
Sirât también es un filme político, porque muestra a unos outsiders, unos inadaptados que buscan su lugar en el mundo, un mundo que los expulsa por ser diferentes (como se ve reflejado en la escena en la que los militares los echan en medio de una rave en el desierto). Ellos quieren vivir ajenos a la guerra, al conflicto constante, al mundo que se rige por la violencia. Ellos quieren vivir de otra manera. Las raves y la música techno conforman una comunión de ruido que los lleva hacia el vacío del desierto, ajenos al ruido del mundo, huyendo del vacío de una sociedad que se devora a sí misma.
También se puede verSirât como una suerte de western poético donde los salvajes paisajes del desierto acaban modificando a los personajes. Los raveros son cowboys que viajan en caravana por el desierto marroquí, buscando su paraíso. Mas no hay paraíso, porque su búsqueda, tiene, como decía la hermosa cita que abre la película, grandes riesgos. ¿Es, entonces, el propio viaje, el sentido de la vida?
Como en un buen western, se funden la violencia, la búsqueda de un fin, el viaje al filo del abismo, los vínculos de la amistad. Por cierto, varios de estos ingredientes estaban ya en Mimosas, otro western magrebí dirigido por Laxe en 2016.
De manera similar a la poesía de Ginsberg o de Plath, Sirât es eminentemente sensorial: el sonido y las imágenes forman un todo que se respiran, o más bien, hacen respirar a los personajes. Yo diría que más que respiración, es el sistema nervioso de los personajes, casi un síntoma de lo que va a ir ocurriendo en ese viaje extraño y profundo. Como ocurre cuando leo a Ginsberg o a Plath, mi corazón bombea al ritmo de las líneas/escenas. A todo ello contribuye enormemente el músico y arquitecto sonoro Kangding Ray.
Sirât es dos (o tres) películas en una. La que cuenta un viaje de un padre y su hijo pequeño buscando a su hija/hermana mayor, perdida hace tiempo en los trances del desierto; la que habla de un grupo de marginados o freaks que se adentran en el filo del abismo y sus riesgos; pero también es un viaje interior que muestra el duelo, el miedo, la incertidumbre, el absurdo y el vacío de la vida (y la muerte). En este sentido, me ha recordado algo a Gerry, de Gus Van Sant. Personajes perdidos en el desierto que se ven inmersos en una experiencia extrema, buscando algo que tal vez no saben nombrar, pero que (tal vez) está dentro de ellos.
Otro de los intereses de la película es la muestra de las raves clandestinas en medio del desierto, vistas como "desviaciones" o heterotopías, ya que constituyen lugares al margen de lo establecido por la sociedad, pues están fuera de todo lugar (y del tiempo).
¿Es Sirât un mal viaje? ¿Es un ejercicio de catarsis? ¿Un descenso a los infiernos? Sobre todo, es una experiencia sensorial, sinestésica, puro trance.
(Sirât, dirigida por Óliver Laxe. España, Francia, 2025).
Por propia definición, un lobo es alguien que tiene poder y puede abusar de ese poder. Sin embargo, hay un periodo de tiempo, al alba, en que uno no puede distinguir entre un lobo y un perro.
(...)
Bajo la superficie hay rocas, tierra, sedimentos, arena. Esos son los recuerdos del planeta, la imagen de su historia. Lo mismo ocurre con los seres humanos. El perro recuerda al lobo. Cada universo gira en torno a un núcleo de «ser», y todos los recuerdos se mueven desde ese núcleo hacia el exterior, directamente a la superficie.
(Hijos de Dune, de Frank Herbert. Random House Mondadori. 2021. Traducción de Domingo Santos).
Pavement fue una de las bandas más frescas y desprejuiciadas de la importante década de los 90, y eso no es poco. Algunos de sus álbumes hoy son considerados de culto, como Slanted & Enchanted (1992), Crooked Rain, Crooked Rain (1994) o Wowee Zowee (1995).
Pavements, dirigido por Alex Ross Perry es un falso documental, un documental ficticio o un metapelícula que combina distintas capas de la realidad (ficticia e histórica) y plantea numerosos interrogantes.
¿Un concierto de autohomenaje de la carrera de una de las bandas más importantes del rock alternativo de los 90?
¿Un musical basado en las canciones más famosas de Pavement?
¿Una película biopic sobre Pavement?
¿Un museo dedicado a la historia de Pavement?
Pavements es muchas cosas, pero sobre todo, es una obra divertida e ingeniosa. Es una película sobre un grupo que desafió al mercado musical cuando muchas bandas sucumbían ante sus cantos de sirena. Es un alegato a favor de la integridad artística y una crítica al establishment. Es una parodia de sí mismos. Y también es una historia alternativa a lo que ocurrió o una posibilidad que plantea "y si hubiera ocurrido"... Y además, tiene humor a raudales.
Pavements no es un documental de rock como lo conocíamos. Y merece mucho la pena.
(Pavements, dirigida por Alex Ross Perry. EEUU, 2024. Ver en Filmin).
La realidad puede ser paradójica, pero la poesía es esencialmente paradójica.
Laura Pérez ilustra sensaciones, momentos y emociones que no se pueden reflejar con palabras.
Cuando las imágenes dicen más que las palabras, las palabras sobran.
El poder de estas imágenes es el de sugerir. El ojo se conecta con las tripas, el corazón, el cerebro.
Imágenes que sugieren soledad, tristeza, pérdida.
¿Por qué merece la pena leer este libro bello y gélido? Para comprender qué le puede suceder a uno o a una, para empatizar con personas de nuestro alrededor, para conocernos mejor.
Septología es uno de los libros que más me ha impactado en años. Hasta ahora, lo que más me atrae de Jon Fosse (he leído dos novelas: Trilogía y Septología), no es ni sus historias o tramas (que también), ni sus temas (que también), sino su prosa.
No es fácil escribir con un lenguaje tan sencillo y “de andar por casa” y que se generen tantas conexiones en el lector. Por un lado, Fosse logra crear un ritmo que envuelve al lector, lo atrapa hacia dentro del propio protagonista, aunque no me parece que sea de agrado para todo el mundo, pues habrá algunas personas que seguramente sientan desidia ante tanta densidad. De hecho, hay lectores que me han dicho que se les ha hecho pesado y sentían que no avanzaban. Pero también hay otros que, como yo, se han visto envueltos por su magma.
Pocas veces una obra literaria utiliza el lenguaje como lo hace el autor noruego en Septología. Fosse escribe de manera simple, con un léxico que podría utilizar cualquier persona media; sin embargo, su secreto está en la gramática, en cómo la sintaxis se flexibiliza y se repite, de la misma manera que se repiten los segundos, los minutos y las horas de un día cualquiera. Las oraciones se ordenan y desordenan para estirarse, encogerse, hacer círculos concéntricos, volver a estirarse, generar desvíos y luego volver a organizarse a base de repeticiones, algunas incluso muy seguidas. Este vaivén, ese movimiento sintáctico va generando un ritmo, una musicalidad que se ajusta con tu respiración (también con tus pensamientos, con el flujo de conciencia). Las recurrencias en Septología generan bucles, ritmos llenos de vida. Lo que podría ser aburrido (en realidad lo es), se convierte en algo esencial, porque la prosa de Fosse respira por sí misma, es lo más parecido que he leído (tal vez junto a Aullido de Allen Ginsberg o Las olas de Virginia Woolf) a bucles de respiración transformados en palabras, donde además se da una confusión de tiempos verbales que funde momentos temporales distintos, jugando con el presente y el pasado (p. 561):
(...) rezo, y miro las olas y veo a Asle sentado en una mesa del Hotel y ya se ha acabado la cerveza y ahora busca con la mirada a esa chica que atiende la recepción y no es mucho mayor que él, y por lo visto es hija de los dueños del hotel, según Sigve, y Asle quiere pedirle cerveza y pronto llegará Sigve, piensa Asle, y yo retiro el brazo de los hombros de Ales y le digo a Ales que voy a bajar un rato a casa de Åsleik y entonces Ales dice que ella siempre está conmigo, siempre está cerca de mí, esté yo donde esté, dice, y pienso que ya es hora de coger el coche y bajar a casa de Åsleik y aunque no tengo mucha hambre las costillas estarán buenas, hace mucho que no como costillas de cordero, y Åsleik es muy buen cocinero, pienso, y me levanto del sillón, pienso, y me pongo la chaqueta de pana negra y me cuelgo el bolso (...)
En este sentido, ¿no es la vida de la mayoría de los mortales un eterno bucle o una repetición de pequeños bucles? ¿Segundos que se convierten en minutos, minutos que se convierten en horas, y horas en días, días en semanas, meses, años? ¿No vivimos la mayoría un día de la marmota tras otro día de la marmota con pequeñísimas variaciones? ¿No nos narramos nuestras peripecias, deseos, anhelos y frustraciones mientras miramos por la ventana o esperamos en la cocina que el café esté recién terminado?
Hay algo especial en el ritmo que crea Fosse y que parece novedoso, y, sobre todo, genuino. Porque no es fácil escribir así, con tantas pequeñas variaciones que oscilan, que se acumulan en pequeños detalles y crecen por acumulación. Y eso que lo he leído en español. ¿Cómo será la experiencia de leerlo en noruego, el idioma de Fosse? Porque esa prosa rizomática y repetitiva genera un efecto envolvente a modo de mantra. Es un mantra que, casi sin darte cuenta, acabas repitiendo en tu cabeza, porque acabas asimilándote con la prosa envolvente del autor noruego y llega un momento en que no lees a Fosse, no lees Septología, sino que la escribes tú, te lees a ti mismo o a ti misma.
Otro de los rasgos llamativos de la novela de casi 800 páginas es que no tiene un solo punto. Se podría decir que es una concatenación de oraciones subordinadas y coordinadas, unidas por conjunciones y conectores, si bien en ocasiones hay cierta “trampa” y donde debería haber un punto y aparte nos encontramos con forzadas conjunciones como “y”. Aun así, esta licencia no quita mérito al empeño de crear un lenguaje sencillo y cotidiano a la vez que complejo por cuanto tiene de plasticidad, de densidad y de recurrencias. Sin embargo, Fosse es honesto, no busca extender de manera artificial o forzada lo que ocurre mientras Asle, el protagonista, se dirige al baño y es invadido por sus recuerdos. Se muestra lo que pasa por la cabeza de Asle a modo de monólogo interior, de flujo de conciencia, y eso aburrirá a muchos. Pero el mérito está en contar una historia siete veces, pues las siete novelas (o capítulos) comienzan igual; bueno, casi igual, y ahí viene uno de los núcleos sobre los que pivota la novela. La repetición se hace al principio algo pesada, pero después se transforma en necesaria, porque al leer somos Asle y queremos dilucidar, buscamos perdernos en las divagaciones que son como las nubes que pasan, como las olas que van y vienen y con su ritmo oscilante generan un ruido que resuena a la vez que vamos leyendo. Esos siete comienzos son casi idénticos, pero tienen pequeñas diferencias. Fosse deconstruye a Asle, su personaje principal, y lo dibuja hasta siete veces, pero con ligeras variaciones. ¿Son siete versiones de Asle? ¿Siete historias sin apenas cambios? Se podría decir que sí. Entonces, ¿para qué, con qué sentido se repite el comienzo y tantas situaciones y frases? Por si fuera poco, podríamos considerar que su amigo Asle, que es ingresado en un hospital debido a su alcoholismo, es su dopplegänger o en todo caso, el personaje en quien se habría convertido si Asle, el protagonista, no hubiera dejado la bebida. Puede entenderse que esas variaciones son caminos paralelos, ensoñaciones, vidas alternativas (de una manera similar, salvando las distancias, a los dopplegänger de Cooper en Twin Peaks). Los juegos de espejos, de nombres, de personajes, ofrecen distintas posibilidades (también parece haber un juego especular con hermana de Åsleik y con Guro). No es casualidad que la novela se divida en tres partes tituladas “El otro nombre”, “Yo es otro” y “Un nuevo nombre”. Veamos un ejemplo de esta prosa repetitiva y obsesiva al comienzo de los capítulos I y V:
Y me veo de pie, mirando el cuadro con las dos rayas, una morada y una marrón, que se cruzan en medio, un cuadro alargado, y veo que he trazado las rayas despacio y con un óleo espeso, y se ha corrido, y donde se cruzan la línea marrón y la morada el color ha producido una bella mezcla que corre hacia abajo y pienso que esto no es un cuadro, pero que al mismo tiempo el cuadro es como debe ser, está terminado, no cabe hacer más, pienso, y tengo que apartarlo, no quiero tenerlo más en el caballete, no quiero seguir mirándolo, pienso, y pienso que hoy es lunes y que tengo que dejar el cuadro con los otros cuadros en los que estoy trabajando, pero que aún no he terminado, los que tengo colocados con el bastidor hacia fuera entre la puerta de la alcoba y la de la entrada, debajo del gancho del que cuelga el bolso marrón de cuero... (pág. 13).
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Y me veo de pie, mirando el cuadro de las dos rayas que se cruzan más o menos por el medio, y es por la mañana y hoy es jueves y he hecho fuego en la estufa y la sala está empezando a caldearse, y ayer fui a Bjorgvin en el coche y entregue los cuadros a Beyer, pienso, y me noto agotado y estoy de pie junto al caballete, mirando las dos rayas que se cruzan más o menos por el medio, una morada y otra marrón, y pienso que este cuadro no me gusta, porque yo no soporto los cuadros que pintan los sentimientos de frente, aunque yo sea el único que lo sepa, no es así como pinto, no es así como quiero pintar, porque el problema no es que el cuadro esté lleno de sentimientos, sino que los sentimientos aparezcan pintados en forma de gritos, chillidos y llantos, pienso, y pienso que esto es sencillamente un mal cuadro, pero al mismo tiempo es como deber ser... (pág, 481).
Esta narrativa rizomática y acumulativa crea un extrañamiento que funciona, porque genera resonancias internas en la historia, donde al confundirse en ocasiones los personajes, también se funden, creando un todo compacto y paradójico. Todo ello contribuye a no tener del todo claro una interpretación definida, pero la trama de Asle es sencilla, de manera que más que la historia, lo que importa es cómo se construye todo el discurso y cómo resuena en cada lector. También se proyectan recuerdos desde el presente, al fundir las coordenadas espacio-temporales, ofreciendo una sensación de flexibilidad de la historia, de atemporalidad, que además se intensifica, de manera similar al cine de Tarkovsky.
También me ha recordado a algunas películas de Hong Sang-soo, pues la novela de Fosse propone distintas variaciones sobre un mismo hecho, aunque en el autor noruego se trata más de una narración por acumulación (con ligeras variaciones), que por disrupción, como en el caso del cineasta surcoreano (en películas como The Power of Kanwong Province o Introduction).
La novela de Fosse es un testimonio de una vida, un intento de dar sentido al narrar. En un momento hacia el final de la novela, Asle nos cuenta una conversación con Åsleik: “sobre el mar y el cielo, sobre la vida y la muerte, nadie puede decir nada con certeza (...) y si antes de nacer eras algo en esa oscuridad, y si te conviertes en algo allí después de morir, sobre eso nadie puede decir nada, ni saber nada, así que para él lo único posible es el asombro” (pág. 758). Por eso, lo que ocurre en medio de esa oscuridad del antes y el después, puede no tener sentido. Por eso, Asle intenta buscar al menos un sentido al narrarse, al narrarnos su cotidianidad. Pero hay un problema, y ahí es donde reside el sentido filosófico que también tiene Septología. Parece que Asle, como se ve hacia el final de la novela, ha dejado de tener ganas de pintar, que además de su sostén económico, es su manera de vivir. ¿Ha dejado de sentir “asombro”? ¿Qué significa semejante circunstancia? ¿Es un signo de la vejez, de la depresión, del nihilismo? Si antes de nacer solo hay oscuridad y después de morir, también, ¿qué ocurrirá ahora? ¿Cómo seguir viviendo cuando todo es oscuridad, o en todo caso, no hay asombro por vivir? Vivir es narrar lo que hay en medio. Y Septología ha narrado la vida de Asle en casi 800 páginas.
(Septología, de Jon Fosse. De Conatus, 2023. Traducción de Cristina Gómez Baggethum y Kristi Baggethum).
Es curioso cómo aquello no visible, aquello que no existía realmente, me hizo vivir los momentos más intensos de mi infancia.
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De pronto comprendí que existía un mundo especial sólo para nosotros dos.
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El silencio que tú nos imponías se había adueñado de nosotros, habitaba en la casa, como uno más, denso como un cuerpo. Aprendí a vivir en él y sería injusto no añadir que si he llegado a conocer alguna felicidad real ha sido precisamente en el silencio y la soledad más perfectos.
(Adelaida García Morales, El sur seguido de Bene. Anagrama).